Acaso una de las ideas más criticadas, desde mediados del siglo pasado, sea aquella propuesta por René Descartes cuando considera la existencia separada de dos elementos constitutivos del ser humano: la razón y el cuerpo. Generalmente, dicha idea se retoma y se pone en tela de juicio con el propósito de subvertirla, invalidarla, trastocarla o desestabilizarla, esperando con ello una modificación de cierta ‘armonía’ que se asienta en las dicotomías elaboradas por el pensamiento científico moderno. Masculino/femenino, cultura/naturaleza y sujeto/objeto funcionan también como ejemplos de conjuntos binarios y jerárquicos, a través de los cuales un elemento (el primero) tiene preponderancia sobre el otro (el segundo).
Las ideas cartesianas y su método científico, que en ocasiones aprendemos en la escuela, han facilitado la consolidación de una manera de ver el mundo en la cual los seres humanos nos hallamos “por encima” de la naturaleza y, por ende, podemos hacer un uso instrumental de ella. Quizá las consecuencias más evidentes de esta óptica sean la contaminación de nuestro entorno, la extinción gradual de ciertas especies y el calentamiento global… y es que pareciera que, como género, no sabemos muy bien cuándo dejar de avasallar los recursos naturales a nuestro alcance. Por fortuna existen otras perspectivas: ecologistas, feministas, decolonialistas y de pensamiento complejo (por mencionar algunas herederas del propio discurso occidental) que plantean tipos de relación alternos entre “la razón-la cultura-lo masculino-el sujeto” y su presunta contraparte “el cuerpo-la naturaleza-lo femenino-el objeto”. En estas perspectivas, los bordes de las categorías se difuminan un poco y se prestan a una dinámica de intercambios, yuxtaposiciones, asociaciones y cruces sin jerarquías, por lo que podemos decir que buscarían más el reconocimiento de los préstamos entre las categorías, que el establecimiento de un nuevo orden, estable y universal. Lamentablemente, a veces, esas teorías carecen de imágenes que sirvan de entrada visual a sus planteamientos, por lo cual se dificulta una comprensión que nos acerque a lo concreto y que sitúe allí su campo de acción.
Resulta muy gratificante cuando desde la práctica artística se formulan propuestas cuyo paralelismo con las propuestas teóricas son evidentes. En ese sentido, quiero retomar la producción plástica de Brenda Castillo a modo de ejemplo. La serie de gráfica producida desde 2016 y hasta 2018, nos deja observar un camino a través del cual podemos, además de sortear las dificultades implicadas en la elaboración de un imaginario que evidencie los préstamos entre las categorías de cultura/naturaleza, masculino/femenino o razón/cuerpo; configurar un lenguaje visual que rebase la separación de las mismas. En otras palabras, nos hallamos frente a una propuesta que juega con la separación de las categorías y con el sistema binario que las agrupa como elementos opuestos. Para ello, la obra de la artista veracruzana se afianza en un proceso de relectura de un material destinado a una función de corte científico, pero agregando un valor indudablemente afectivo. Si bajo el paradigma racional, la división entre razón y cuerpo supone que el ser humano puede ser dueño de sí mismo y lo que le rodea, las siluetas, cuerpos vacíos y composiciones con órganos y plantas de Brenda, sugieren una interdependencia que no puede comprenderse en términos de dominio.
Es verdad que para nutrir o ensayar sus composiciones, la grabadora e impresora emplea ilustraciones de anatomía que desde hace más de quinientos años han representado los sistemas: nervioso, muscular, digestivo, circulatorio, óseo, etc. Pero el paso de esas imágenes por su gubia no las deja intactas. Al contrario, conforma un territorio comúnmente no percibido en el cual aquello que compartimos con nuestro entorno se manifiesta desde sus estructuras orgánicas más íntimas. Así, inscribe en la placa una hibridación de dos lenguajes: el del discurso científico, racional y positivo, y otro que tiene que ver con lo afectivo, orgánico, sutil y que contempla el movimiento. Línea tras línea, Brenda produce un espacio donde la metáfora encuentra cabida y donde el ser humano, visto desde dentro, se convierte en una extensión más de su entorno, semejando el desarrollo de las propias plantas y sus formas elongadas, voluptuosas e intrincadas. Cual si de un cuerpo continuado se tratara, la apuesta apunta hacia rebasar la idea del género humano como autónomo, al tiempo que se nos invita a reflexionar sobre nuestra comprensión de mundo, vía un ejercicio de introspección.
Acaso, una vez completado, podamos observarnos desde una posición distinta: lejos de la completa afirmación o negación de las partes racionales y sensoriales que nos conforman, y más próximos a una afirmación y abrazo de toda aquella red embrollada -densa, flexible, callosa, carnosa y suave- que nos da estructura.